No, no vivimos en un mundo tecnológico. Esa es una mentira cómoda, repetida como mantra por quienes confunden tener aparatos con comprenderlos. Vivimos en un mundo saturado de dispositivos que apenas sabemos usar, y aun así nos llenamos la boca con frases rimbombantes sobre “el progreso”, “la evolución”, “la nueva era digital”, como si acumular pantallas y sensores nos hiciera más sabios. Más, y más, y más cosas, más aparatos… cuando en realidad cada vez somos menos, menos y menos humanos con cada actualización.

Si te detienes a pensar con algo de seriedad —y no con los dedos pegados a una pantalla—, notarás un par de cosas bastante incómodas. Primero: no es cierto que necesitemos la tecnología para vivir. Lo que necesitamos, más bien, es el efecto narcótico inmediato de los aparatos a los que nos volvimos adictos. Nos han domesticado con notificaciones, con interfaces limpias, con respuestas automáticas. Los tenemos frente a la cara a toda hora, como si fuesen el verdadero fin de nuestra especie. Hemos llegado al punto en que la tecnología no es una herramienta: es un altar.
Por eso la gente tiembla cuando se habla de Inteligencia Artificial. Porque la I.A. no se puede sostener en la mano, no se ve como un teléfono, ni suena como un asistente virtual; está en todas partes y en ninguna. Como un fantasma útil, ubicuo y silencioso, que no podemos señalar con el dedo. Lo mismo que pasó —y sigue pasando— con ese otro espejismo llamado “la nube”. Una simple forma de almacenamiento remoto disfrazada de ente celestial. ¡Maldito nombre confuso! ¿De verdad era tan difícil llamarlo “almacenamiento en internet”? ¿Era necesario convertirlo en una metáfora difusa?
Segundo: todo lo que crees saber sobre tecnología son migajas. Retazos superficiales, pedazos inconexos de una realidad que ni siquiera intuyes. Ni tú, ni yo, ni la mayoría. Porque mientras jugamos a ser expertos opinando en redes sociales, allá abajo —en ese submundo que nadie ve— se arrastran millones de líneas de código que rigen nuestras decisiones más íntimas. Sin rostro, sin pausa, sin conciencia.
Hoy nos deslumbra la I.A. como antes nos deslumbraron los dioses. Y mientras algunos sueñan con máquinas rebeldes sacadas de películas ochenteras, otros se meten en debates inofensivos sobre cuál sistema operativo es mejor, cuál app “optimiza tu vida” o si deberías tener un asistente en tu reloj. Como si esas elecciones importaran. Como si supieras algo. La verdad es más cruda: te mueves en una ilusión de control, explorando la red con una VPN creyéndote un espía digital, descargando archivos mientras escuchas el eco de un hacker interior que no existe. Y mientras tú juegas, la realidad —esa fría, calculada y despiadada realidad— avanza sin ti.
La tecnología te lleva décadas de ventaja. Tu comprensión de ella es tan lejana como un simio tratando de entender un satélite. Crees que dominas tus dispositivos, cuando en verdad son ellos quienes han rediseñado tu vida entera.
Así que sí, sigue diciendo lo que quieras. Cree lo que te dé la gana. Habla de tecnología como si supieras. Al final, con la tecnología pasa lo mismo que con la religión: cada quien se fabrica su propia idea, su propia fantasía, su propio relato reconfortante. Pero ni la divinidad ni el código están ahí para complacerte. No saben lo que piensas, ni les importa. Si les importara, no serían lo que son.
💯💯💯