Desde hace un tiempo escuchamos que la I.A. está en todos lados. La vemos en teléfonos, tabletas, relojes, televisores, comptadores, etc. Pero hay algo que en realidad me molesta demasiado… Creemos que la I.A. es un cierto servicio con el cual interactuamos por medio de un chat… O que es una suerte de chat vitaminado.
Pero es que así nos lo han vendido, lo cual sólo lleva a que se cree una enorme confusión con lo que la I.A. es, por lo que además se tiene el efecto no deseado de no tener ni idea de lo que ella es. Veamos.

Todos los días nos hablan de cómo las respuestas de las preguntas que hacemos, es decir, los promts que ponemos en la interface de texto, nos dan respuestas más y más acertadas, al punto de hacer sugerencias ingeniosas que a nosotros mismos no se nos habían ocurrido. Y eso mismo pasa con la generación de imágenes, videos, textos, y no sé cuantas tonterías más que es el uso que las personas le dan a la I.A. de forma generalizada. Para la muestra un botón. Hace unos días vimos como la red de inundaba con imágenes que emulaban estilos visuales de estudios de animación. Y lo que hicieron las personas fue salir a correr para hacer su propia versión de este mismo tipo de imágenes para no estar fuera de la tendencia. Pero ¿qué diablos tenía que ver eso son la I.A. en realidad?, ¿Qué tenía eso de inteligente? Pues nada, era solo una muestra viral de una minúscula herramienta de “clonación” de estilos visuales.
El problema está en que la mayoría de las personas cree que la I.A. es eso… Sólo eso. Y la realidad es mucho más profunda y hasta preocupante.
Porque la realidad es que la inteligencia artificial no es solo lo que vemos, sino sobre todo lo que no vemos. No es el resultado vistoso de una imagen bonita ni la frase ingeniosa que nos devuelve un asistente virtual. Es el modelo detrás. Es el algoritmo que aprende, que clasifica, que decide qué mostrarte, qué ocultarte, qué priorizar, a qué darle importancia y a qué no. Es el sistema que analiza tus datos, tus patrones de comportamiento, tus búsquedas, tus pausas al leer, tu forma de hablar… y con eso predice, sugiere, recomienda. No porque piense, no porque sea consciente, sino porque sigue una lógica entrenada en millones de ejemplos.
Y eso es lo realmente inquietante: no que una I.A. haga dibujos o textos, sino que entienda nuestras costumbres mejor que nosotros mismos. Que se utilice para optimizar procesos en salud, justicia, educación o vigilancia sin que tengamos idea clara de sus criterios, sus sesgos o sus límites. Que las decisiones de gobiernos, empresas y sistemas enteros estén siendo delegadas, poco a poco, a mecanismos de los cuales apenas entendemos la superficie.
Entonces, cuando creemos que la I.A. es “el chat que contesta bonito” o “la app que hace imágenes chéveres”, no solo estamos equivocados: estamos ciegos frente a lo que verdaderamente importa. Porque la I.A. no es un juguete ni un filtro de moda. Es una herramienta poderosa, ambigua, compleja, y como toda tecnología humana, puede ser usada para crear o para controlar, para emancipar o para manipular.
Y mientras sigamos creyendo que la inteligencia artificial es solo un chatbot simpático, estaremos entregando —sin saberlo— el timón del barco a alguien que no solo no es humano, sino que tampoco entiende del todo lo que significa serlo.